Por: Jesús Rodríguez
Puerta interior de Castel Gandolfo. Fotografía de Alfredo Cáliz
En el momento en que Joseph Ratzinger deje de ser Benedicto
XVI, destruyan su anillo, descienda del helicóptero que le conducirá los
20 kilómetros que separan el Vaticano del Lago Albano, atraviese la empinada
cuesta que conduce al umbral del viejo palacio de Castel Gandolfo con sus
carteles que advierten al incauto visitante, “proprietà della Santa Sede. Parcheggio Riservato”, cruce
la bellísima puerta de madera del siglo XVIII surcada de cerrojos masónicos, salude
al joven gendarme vaticano y al viejo conserje, atraviese el patio empedrado, suba a
mano derecha en el pequeño ascensor de madera para dos personas construido a
comienzos del siglo XX, ascienda al segundo piso y se introduzca en el
apartamento papal sobre la plaza del pueblo, tendrá sobre su cabeza uno de los
más bellos y curiosos observatorios astronómicos del mundo, la Specola
Vaticana, dirigida por los jesuitas. Los astrónomos del Papa.
Benedixto XVI en su apartamento de Castel Gandolfo, bajo el telescopio.
En la primavera de 2007, empezamos a trabajar en un reportaje
para El País Semanal sobre la Compañía de Jesús, que se publicaría ese mismo otoño
bajo el título de Los marines del Papa. No fue fácil elegir qué queríamos ver.
Los jesuitas, una orden religiosa fundada por el español Ignacio de Loyola en 1540
en el entorno universitario, ha sido históricamente la más poderosa y activa del
catolicismo. Hoy cuenta con cerca de 20.000 miembros repartidos por 127 países,
de los que 1.300 están destinados en España. Represaliados por Juan Pablo II
por sus ínfulas progresistas y su protagonismo al frente de la Teología de la Liberación,
y muy envejecida, aún conserva sin embargo una impresionante red propia en todo
el mundo que, puede competir con la de la CIA. En cada rincón extremo del
planeta, desde Kabul a Lagos, Kioto o Bagdad, hay un jesuita. Suyas son algunas
de las más importantes universidades de todo el mundo, por ejemplo, Georgetown,
en Washington DC, la cantera de la diplomacia estadounidense y el centro
universitario donde el Príncipe Felipe cursó su máster de dos años en
Relaciones Internacionales.
Entre las obras que la curia de los jesuitas nos dio a
elegir para visitar en la realización del reportaje, nos sorprendió la
presencia de la Specola. ¿Specola? Nunca habíamos oído hablar de ella. Lo más exótico
del asunto es que fuera totalmente desconocida y, sin embargo, compartiera
espacio con la residencia de verano del Papa. El infranqueable palacio de
Castel Gandolfo, colgado desde el siglo XVII sobre el Lago Albano y rodeado por
bosques inaccesibles y grandes viñedos. Una propiedad de 55 hectáreas, con unos
jardines maravillosos, que nunca se visita, donde la pompa y ceremonia vaticana
se relaja y que guarda los secretos del descanso papal desde hace 300 años. Aquí,
por ejemplo, murió durante sus vacaciones Pablo VI, a las 21.42 minutos del 6
de agosto de 1978, de un infarto agudo de miocardio.
Uno de los observatorios de Castel Gandolfo.
No dudamos un segundo en que había
que visitar Castel Gandolfo. Era una ocasión única para husmear en la
vida del Papa, que apenas llevaba en el trono de Pedro dos años. Llegamos una mañana de calor. Llamamos a un timbre de baquelita. Nos franqueó la entrada un conserje
somnoliento. Deambulamos unos minutos por el conjunto en total soledad. Llegó
nuestro anfitrión. La sorpresa es que acompañados por el director del
Observatorio, el sacerdote y astrónomo argentino José Gabriel Funes, de 49
años, natural de Córdoba, responsable del observatorio desde 2006 (“aquí lo que
hacemos es estudiar las estrellas, los meteoritos, las galaxias y la cosmología”),
gozamos de total libertad para movernos por el palacio que parecía desierto
aunque en estado de revista. Pocos sitios he visto tan
bellos y plácidos como Castel Gandolfo, donde Ratzinger vivirá sus últimos días
como semipapa, antes de enterrarse de por vida en el monasterio
Mater Ecclesia, su última
morada hasta que muera, a la sombra de la antena de Radio Vaticano, el
supercomplejo mediático de la Santa Sede en el que los jesuitas han
tenido siempre un preponderante papel ejecutivo.
José Funes trabajando en uno de los telescopios. Fotografía de Alfredo Cáliz.
La pequeña comunidad de jesuitas-astrónomos de Castel Gandolfo estaba
compuesta por seis personas cuya única tarea es estudiar las
estrellas vestidos con clergyman. La Compañía de Jesús ha
estado unida a la astronomía desde el siglo XVI y XVII, con sendos
observatorios en su Colegio Romano y la Iglesia de San Ignacio de
Loyola, en Roma. En Castel Gandolfo, toda la planta superior del palacio
sobre los
apartamentos papales, forma parte de la Specola. Es el territorio de los
ubicuos jesuitas. Está presidida por dos grandes
telescopios Carl Zeiss de aspecto vintage,
bajo unas impresionantes cúpulas de lamas
de madera pulida como la tarima de baile de un palacio, que se descorren
a mano con un
curioso sistema de cremallera; el conjunto se completa con varios
relojes de tiempo sidéreo (que se aproxima al movimiento de las
estrellas), aulas, un pequeño museo y
varios laboratorios. Entre las joyas de los jesuitas en este territorio
Vaticano (desde el Tratado de Letrán, en 1929, Castel Gandolfo posee
derechos
de extraterritorialidad frente al Estado italiano y es administrado por
la
Santa Sede), se encuentra una de las colecciones más importantes de
meteoritos
del mundo y una impresionante biblioteca con 22.000 volúmenes sobre
temas
astronómicos con obras originales y primeras ediciones de Copérnico, Galileo,
Newton y Kepler que a partir de hoy podrá frecuentar Ratzinger.
Sabino Maffeo, en la biblioteca de Castel Gandolfo. Fotografía de Alfredo Cáliz.
Allí, entre libros, encontramos estudiando una antigua obra prohibida
de Galileo propiedad de la Santa Sede, al padre Sabino Maffeo, que acaba de
cumplir 90 años. Maffeo, sacerdote, físico, científico, fue director del
Observatorio y Provincial de los jesuitas en Italia en los años más convulsos
de la iglesia católica y la política italiana. Él no llevaba alzacuellos. Es un
mito entre los jesuitas. Con su melena algodonosa, vestía de viejo investigador
de Harvard o Yale, grueso jersey negro, chinos y zapatillas Superga. Apenas se
fijó en nosotros. No puso problemas para posar para un retrato. Hablamos unos
minutos sobre el físico y cosmólogo Stephen Hawking, que acababa de publicar un
trabajo donde sostenía que Dios no servía para explicar el nacimiento
del universo. “El error de Hawking es razonar sobre Dios como si fuera una
realidad que puede descubrirse con argumentos de física y matemáticas”, sentenció. Y se
volvió a enfrascar en su incunable de Galileo.
El observatorio del Papa que estábamos visitando y al que
pocos tienen acceso, fue creado un par de siglos antes que este propio palacio,
en 1578, cuando el Papa Gregorio XIII hizo erigir un telescopio en la Torre de
los Vientos, en el Vaticano. Desde siempre, los jesuitas estuvieron detrás del
centro. En 1891, se ampliaría en la Colina Vaticana, detrás de San
Pedro y, más tarde, en 1935, debido al aumento de luz eléctrica en Roma, que
comenzó a hacer imposible el estudio de las estrellas, otro Papa, Pío XI dispuso que se
trasladase a este lugar campestre. En 1981, el Observatorio fundó un segundo centro de
investigación, el “Vatican Observatory Research Group en la ciudad de
Tucson, en Arizona (Estados Unidos), en colaboración con el Observatorio
Steward de la Universidad de Arizona. En 1993, el Observatorio (financiado por
la Santa Sede), concluyó la construcción del Telescopio Vaticano de Tecnología
Avanzada (VATT), en el Monte Graham, también en Arizona, a más de 3.000 metros
de altura, en el el mejor rincón para observaciones astronómicas del continente americano.
El Padre Funes fue astrónomo antes que jesuita. Es un tipo
curioso, grueso y agradable. Sin pinta de cura. Le pregunté que, siendo
un hombre de ciencia, un físico de prestigio, no temía perder la
fe. “Eso le puede pasar a cualquiera, aunque no sea un científico. Pero
yo creo
que la ciencia también te puede ayudar a tener una fe más grande; a mí
me ayuda
en mi investigación; y mi forma de investigar me ayuda en mi fe. La
ciencia y la fe no son contradictorias. La ciencia de calidad ayuda a la
fe. El
problema es la ignorancia mutua. Y eso ha pasado mucho en la Iglesia.
Pero las
tensiones son sanas y los conflictos ayudan”.
-Qué investiga usted Padre Funes?
-Investigamos el universo: el sistema solar, las estrellas
de nuestra galaxia, las otras galaxias y el Big Bang. Yo estoy trabajando en la
formación de estrellas en el universo local, la historia de la formación
estelar en la galaxia NGC 5128 y otras galaxias del mismo tipo. Estas son
galaxias "cercanas", es decir, la luz que nos llega de sus estrellas
salió de aquellas galaxias hace no más de 100 millones de años.
-¿Y para qué quiere el Papa un observatorio, para encontrar
a Dios?
-Nosotros no estamos aquí para hacerle horóscopos, ni localizar
extraterrestres para bautizarlos. Tampoco queremos probar que la Biblia tiene
razón utilizando la astronomía como instrumento. Nuestra misión es caminar con
los científicos. Queremos participar del cansancio de la búsqueda, de la
alegría del descubrimiento científico y de ser un puente entre la Iglesia y el
mundo de la ciencia promoviendo el diálogo interdisciplinario. Somos sacerdotes
y somos científicos. En ese orden.
-Por qué los jesuitas están a cargo del observatorio del Papa?
-La Compañía ha valorado siempre el conocimiento científico, desde el
siglo XVI. Es nuestro modo de entender la espiritualidad. Buscamos a
Dios en todas las cosas y, entre ellas, en la investigación científica.
Somos curiosos. Piense que la astronomía es una ciencia inútil: no se
obtiene nada beneficioso de ella. Es ciencia pura sin aplicación
práctica. Por eso nos vuelve más humanos; más pequeños. Ayudar a la
salvación de las personas no consiste solo en decir misa, sino en
compartir los conocimientos científicos que adquirimos con nuestros
hermanos. No hay que temer a la ciencia; la Iglesia no debe temer a la
ciencia. Debe ponerla al servicio de los demás.
A partir de hoy, Joseph Ratzinger, el Papa que intentó
buscar un nexo entre fe y razón, tendrá un buen compañero de tertulia, José
Gabriel Funes, el jesuita-astrónomo.
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