martes, 27 de noviembre de 2012

La construcción del Estado ‘paralegal’
Primera entrega que narra el proceso de deterioro de la institucionalidad panameña. La locura del cambio: megaproyectos, corrupción, inseguridad jurídica y represión.
 
 
En enero de 2012 el Gobierno reprimió duramente las manifestaciones ngäbes en San Félix. Foto: Eliezer Oses

En el Sistema Nacional Integrado de Estadísticas Criminales del Ministerio de Seguridad Pública hubo este año dos denuncias por peculado y cinco por corrupción de funcionario público. Cualquier desprevenido podría suponer que las cosas están bien, que casi no hay sospechas de la población sobre la administración de la cosa pública. Sin embargo, en el mismo lapso de tiempo, Mi Panamá Transparente recibió 323 denuncias por corrupción. Una ONG creada hace poco tiempo tiene más credibilidad para la sociedad que la institución justicia. La desconfianza es el resultado de años y años de institucionalidad precaria. De una justicia dependiente y autista que nunca dejó de ser, en lo escencial, la justicia de la dictadura.

No puede haber democracia con impunidad. Lo dijo Montesquieu: en democracia la igualdad ante la ley es el alma del Estado; sin igualdad ante la ley, la democracia no existe. Y no hay impunidad sin corrupción, una subsiste por la otra. Se cuidan las espaldas y garantizan la supervivencia de los privilegios, que en Panamá son inauditos: aunque crecemos a tasas chinas, repartimos la riqueza con vasitos de foam.

La institucionalidad y los tejidos sociales se articularon históricamente para sostener una estructura que beneficia a pocos, tal como lo analizó Brittmarie Janson Pérez en ‘Panamá Protesta’: ‘La historia panameña de los últimos 200 años es como un drama teatral dominado por los mismos personajes, escena tras escena’. Desde los tiempos de la colonia hay registros de pagos a funcionarios para obtener favores, prebendas y otras costumbres alejadas de la ley. ‘No existe rendición de cuentas. Quienes asaltan las arcas fiscales son los mismos encargados de vigilar los bienes públicos. A veces aparecen como jueces y después aparecen como partes. Es decir, cuando no están promoviendo negocios, están investidos de autoridad pública (electos o nombrados)’, dice el sociólogo Marco A. Gandásegui.

La caída de Noriega y el resurgir democrático trajeron consigo la esperanza de sepultar un tiempo de abusos y carencias, para dar inicio a una etapa de libertad y respeto a la Constitución. La pr omesa no se cumplió. Hoy la corrupción ha permeado todos los estratos sociales: el juega vivo no tiene distinción de raza, ni clase, ni partido político. El taxista intenta cobrar más de lo que el trayecto cuesta; el gobierno se hace un festín con los sobreprecios en las contrataciones públicas; los periodistas pasan de las redacciones a las relaciones públicas con una soltura que espanta, la policía no hace boletas, cobra coimas y cuando sale el Senafront a controlar la calle, asesina. Es el imperio del vale todo. Nadie quiere quedarse afuera de la fiesta del ‘cambio’. La impunidad que supimos construir. El Estado paralegal.

EL PODER EXIME

Si bien el fenómeno puede rastrearse muy atrás, en los últimos años y con la llegada de Cambio Democrático al poder, esta manera de vivir el país al borde de la ley se consolidó. Para muchos es la herencia de la dictadura. Para otros, su rescate: una especie de modelo actualizado para el siglo XXI. A la luz de los años queda claro que había un plan de acción para ir construyendo poder sobre las ruinas del Estado de Derecho.

El actual gobierno llegó a la presidencia con la promesa de hacer un ‘cambio de arriba a abajo’ y convertir a Panamá en ‘el mejor lugar para hacer negocios’ de América Latina. Ni el más crítico de sus críticos imaginó lo que iba a venir: dominio de la Corte Suprema de Justicia, intervención del Ministerio Público, compra de diputados en la Asamblea Nacional, control sobre la Contraloría, eliminación de órganos y normas de auditos, sobrecostos inexplicables y millonarios, proyectos llave en mano, desprecio por el patrimonio histórico y ambiental, compra de medios de comunicación, aumento del arsenal de seguridad, represión sangrienta de protestas civiles y encubrimiento para la policía.

El plan empezó a los seis meses de llegar al poder con la intervención de la justicia. Necesitaban un procurador propio para cubrirse las espaldas. La primera víctima fue Ana Matilde Gómez. Su caída marcó el inicio de la profundización del deterioro judicial y estuvo vinculada —como lo denunció La Estrella— a una conspiración de hombres ligados al Poder Ejecutivo que hasta se reunían para confabular en Las Garzas bajo el nombre de grupo ‘Pamago’. Gómez fue reemplazada por el dócil Giuseppe Bonissi, que cayó un año más tarde luego de un escándalo de corrupción ligado a una ‘narcoavioneta’ —un caso que sigue en veremos—.

A Bonissi le siguió el actual procurador José Ayú Prado, que hasta ahora no ha avanzado en ningún expediente que incomode al gobierno. Su disciplina, cree el procurador, puede llevarlo lejos: suena como futuro magistrado para reemplazar a Anibal Salas. El manejo de la Corte siempre estuvo entre los objetivos principales de los ideólogos de la locura. Fueron incorporando sus fichas: el presidente nombró cuatro de los nueve magistrados (Hernán de León, Alejandro Moncada Luna, Harry Díaz y Luis Ramón Fábrega). También puso a exsubordinados o gente cercana al mando de instituciones claves como la Contraloría. Si bien no violó la ley al promover los nombramientos, estos atentan contra la independencia necesaria en todo sistema democrático.

El objetivo central de todo el proceso era y es el manejo discrecional de los recursos del Estado. Para lograrlo, necesitaban aligerar la fiscalización estatal.

En octubre de 2010, mientras el presidente seducía a medio mundo –de Brasil a España, de Francia a Canada— con el anuncio cotidiano de megaproyectos millonarios, el gobierno silenciosamente eliminó el control previo en el manejo de los fondos para los ministerios de Obras Públicas y Salud (resolución 898), que en conjunto manejaron un presupuesto anual de inversiones que superó los dos mil millones de dólares. Luego de las críticas que llegaron desde todos los sectores de la sociedad, el ministro del MOP, Federico ‘Pepe’ Suárez, pidió en julio de 2011 que le reestablecieran los controles. Pero luego de un mes, se dieron cuenta de que así era mucho más difícil cumplir las promesas y pidieron que les soltaran la mano nuevamente, cosa que la contralora, Gioconda de Bianchini, ex empleada de Importadora Ricamar, no tuvo problemas en hacer.

Martinelli defendió la decisión con la remanida apelación al ‘progreso’: ‘Panamá está en la puerta trasera del bus. Yo creo que en el país cada ladrón juzga por su condición, pero no podemos prejuzgar a la gente... no frustremos al país’.

Desde entonces, los procesos de licitaciones públicas son comúnmente ignorados y los contratos estatales terminaron asignados a parientes y socios políticos. Los medios se han cansado de denunciar las irregularidades. ‘En tema corrupción, transparencia y contrataciones públicas hemos tenido grandes retrocesos’, dice la abogada y activista Giulia de Sanctis.

‘Nos critican y se quejan de todo, de lo que hacemos y de lo que no hacemos’, repetía Martinelli para atajarse de las acusaciones de la oposición y la sociedad civil.

La andanada de escándalos de corrupción —con muchas acusaciones salidas de las entrañas del gobierno— no sirven de nada sin un eco en el sistema judicial. La estrategia les funcionó: el país poco a poco se fue acostumbrando a denuncias durísimas que no traían consecuencias. La ciudadanía fue adormecida a fuerza de escándalos. Incluso varias de las figuras más importantes del gobierno salieron por la puerta de atrás, acusados de corrupción, sin que la Procuraduría se animara a avanzar en los expedientes: Jimmy Papadimitriu, Pepe Suárez, Giacomo Tamburelli, María Cristina Gónzalez, Franklyn Vergara, Alejandro Castillero, Anabelle Villamonte, renunciaron luego de denuncias periodísticas que daban robustas pruebas sobre actos de corrupción. ¿La justicia? Cómo si no pasara nada.

‘Babosadas de los medios’, se defendió el presidente que decidió enfrentar a la prensa crítica con distintas armas: presiones con la DGI, discreción en la publicidad estatal, compra de medios, amenazas a periodistas —y hasta la expulsión del país, como el caso del columnista de La Prensa Paco Gómez Nadal—. En los dos últimos años, Panamá cayó 58 puestos en el índice de libertad de prensa elaborado por Reporteros sin Fronteras. Finalmente el presidente, con la convicción de que la máxima ‘control de los medios, control del hombre’ encierra una verdad, salió de shopping: radio KWContinente; Nextv, antes RCM canal 21; el sitio de noticas La Opinión Panamá y su semanario, y la editorial EPASA, con los periódicos Panamá América, Día a Día y Crítica pertenecen ahora a su grupo de poder. La construcción del multimedio propio ya es un hecho. Incluso el presidente no lo oculta. Semanas atrás declaró que cuando dejara la presidencia tendría más poder. ‘Por los medios’, sonrió.

La voracidad del presidente llamó la atención de la entonces embajadora estadounidense en Panamá, Barbara Stephenson, que según reveló un cable de 2009 de WikiLeaks, advirtió de sus ‘tendencias autocráticas’. Martinelli le pidió ayuda para intervenir las llamadas de figuras de la oposición. ‘Claramente no distingue entre los blancos legítimos de seguridad y los enemigos políticos’, afirmó el cable.

Una vez que los hombres de Cambio Democrático se sintieron lo suficientemente fuertes, fueron por sus socios, los panameñistas. La ruptura de la Alianza inició un proceso de demonización de los partidos tradicionales que incluyó lo que muchos consideran una infiltración del PRD.

En la Asamblea Nacional el accionar fue rocambolesco. En 2009 el oficialista Cambio Democrático contaba con 17 diputados. A marzo de este año, los que votan todas sus iniciativas son 42: tiene garantizada la alineación de la Asamblea. Los propios tránsfugas reconocieron que lo hacían por dinero, porque sólo así conseguían aumentar las partidas. Chello Gálvez es el símbolo de la desprestigiada Asamblea del Cambio.

El tema que preocupa —tanto o más que la inclinación a traspasar los límites de la Constitución—, es por qué no hay consecuencias. Como si los resortes autoritarios de la dictadura pudiesen activarse con tanta facilidad, sin que las instituciones puedan contrarrestar su propia precarización. ‘Frente al impulso de destrucción, disponemos de apenas dos armas: la angustia de culpabilidad y el temor al castigo’, describió magistralmente el ruso Dostoievski en ‘Crimen y castigo’. Sin conciencia y sin justicia, ¿hay vía libre para el mal?

HOMBRES FUERTES

Entre la frustración y la desesperanza del ‘todo vale’ y ‘nada pasa’, el umbral de la tolerancia ética de la ciudadanía se flexibiliza. Incluso el código comienza a ser el ‘quítate tu pa’ ponerme yo’. Y es que en un Estado despótico, vuelve a marcar Montesquieu, ya nadie aspira a la igualdad: ‘Ni siquiera se le ocurre a nadie semejante idea; cada individuo tiende a la superioridad. Las personas de más baja condición sólo desean salir de ella para ser dueños de los demás’.

‘Ninguna sociedad puede construirse con claudicaciones éticas’, se suma al debate el constitucionalista Miguel Antonio Bernal, y concluye que por eso ‘cada día somos menos una sociedad, un país y cada vez más un lugar en donde vive gente. Porque la principal claudicación ética se ha dado en el momento en que se acepta la impunidad como un elemento fundamental, integral y diría hasta necesario’.

Lo cierto es que el panorama se torna aún más dramático cuando se analiza la transformación de la fuerza pública. La profunda remilitarización que nos cuesta millones y también nos mata. En nombre de nuestra seguridad.

Cuando el ‘descuido’ oficial por el cumplimiento de las normas y los procesos legales que muestra el Ejecutivo permeó hacia lo interno de las Fuerzas de Seguridad, las consecuencias fueron trágicas: 7 muertes probadas, algunas por comprobar —como los bebés que murieron de asfixia en Changuinola en 2010—, apremio ilegales, allanamientos sin orden judicial, abuso sexual de mujeres, violaciones a los derechos de los detenidos, utilización de armas prohibidas para la contención social. Es decir, el resurgimiento de lo peor de nuestra historia. Sin embargo hay una salvedad: los militares tenían un poder ilegítimo. Martinelli no, fue elegido por la mayoría. Eso vuelve mucho más grave la misma impunidad.

Mañana, segunda entrega: las tragedias familiares y ¿Para qué la remilitarización?

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